Si el alcohol tiene fama de haber sido combustible de la literatura, más aún lo ha sido la barra o mesa en que se servía. O eso se nos cuenta al menos en las biografías de autores y en la génesis de muchas de sus obras. La pregunta no es si realmente podían escribir tan bien medio beodos, sino si lo de escribir era totalmente secundario, y de lo que se trataba era de tener una excusa para ir al bar. Auténtico templo no del trabajo de la escritura, sino del de encontrar inspiración.
Los primeros bares literarios, en los casinos.
Pocos se inspiraron tanto allí como Dostoyevski, al que hay aludir siempre en estos casos, y no por su cualidad literaria, sino porque vivió de escribir cuando pocos lo hacían, y se gastó, como pocos, los ingresos producidos por cuanto escribía en los casinos de los balnearios, sus lugares favoritos. Sitios como funzpoints, si trasladáramos el entonces al ahora. El círculo vicioso de ingresos y gastos del ruso era tan peculiar que a menudo entablaba conversaciones con los policías que venían a detenerle por sus deudas, a fin de conseguir material literario para su producción. Escribiendo a una velocidad endiablada saldaba sus deudas, y tan pronto terminaba corría a contraer otras nuevas. Sigmund Freud acabaría diciendo de él que jugaba a la ruleta como medio de sustituir la masturbación. ¡Y eso solo porque era muy malo eligiendo a sus parejas! Más plausible resulta la explicación de que en aquel entorno, hablando con unos y otros, fuera capaz de construir sus novelas de cabeza, como hizo con El jugador, que dictaría en solo veintiséis días a su verdadero amor, Anna Grigorievna. Su amor, y la responsable de gestionar bien sus derechos de autor y encarrilar su economía el resto de su vida, convirtiéndose ella misma en su editora y agente literaria. En cuanto a lo de que su marido siguiera yendo a los casinos por el resto de su vida, él le aseguraba que no era por vicio, sino por trabajo. Y como ella había respondido a su proposición de matrimonio con un «te amo y te amaré siempre», le quedaba poco que objetar cuando el autor buscaba de nuevo inspiración en el juego, la compañía social, y la bebida. Es lo que tiene.
Y qué hay del más alcohólico y honesto de los autores, ese tipo que se juró que si no triunfaba a los sesenta -se lo dijo a los treinta y cuatro- se daría otros diez años, y que se sabía mal escritor, pero que continuaba porque tras leer a todos los demás se animaba mucho. Charles Bukowski. No nos engañemos, ni una sola línea de las que aspiró a publicar la trazó en un bar. El muy sibarita necesitaba música clásica de fondo, Gustav Mahler si le daban a elegir. Y eso que dado el tiempo que pasó bebiendo podría haber escrito el cuádruple. Tampoco es que no le diera al boli en las barras de los bares, al contrario, su extensa obra epistolar, la que nos deja conocer al hombre detrás del personaje, está hecha íntegramente allí. Mientras vaciaba las primeras copas y antes de perder la consciencia. Disparando frases como estas: «vendí la máquina de escribir para emborracharme y apenas tengo para beber», y «poseo una honestidad fruto de las putas y los hospitales que no me permite fingir ser algo que no soy».
Claro que esta fórmula de alternar sobriedad y ebriedad no funcionó de la misma manera para todos. Grandes escritores y grandes alcohólicos han sido a menudo sinónimos, distinguiéndose unos de otros no en el beber, sino en el modo de trabajar. Unos necesitaban el bar lleno y el bullicio a su alrededor, como el hermano de muchos hermanos crecido en una familia numerosa, bulliciosa, y con casa pequeña. José Hierro se encerraba a diario en el bar de obreros La Moderna, incluso en sus últimos días, cuando empujaba el carrito con la bombona de oxígeno. Escribía y soplaba chinchón, sin quejarse, aborreciendo tan solo escribir en casa. Porque habituado de joven a que sus hijos le interrumpieran constantemente con los deberes, o con cualquier otra petición, no toleraba la quietud ni la calma. Los poemas, dejó dicho, surgen «al hilo del vivir» y él vivía entre partidas de tute, ruidos de máquina tragaperras, cafetera, y arrastrar de sillas, voces, bullicios. Poesía de bar.
Tampoco hay que despreciar a quienes prefieren la tranquilidad absoluta, el silencio y el pijama. Caprichos de la mente. Ernest Hemingway, ejemplo y maestro, precisaba ambas cosas, pero ambas en el bar. El ruido le importaba un comino, incluso el baile a su alrededor, pero era extremadamente exigente con que el ambiente del local cuadrara con lo que estaba escribiendo. Sus primeros cuentos, Adiós a las armas, y Fiesta, fueron escritos íntegramente en bares, con ingentes cantidades de ron Saint James. De hecho esa bebida le acompañaría, el ron, no la marca, durante el resto de su vida hasta el final. Pero es que además el autor establecía su centro de tertulias y punto de lectura en cada local. Fue en un bar donde leyó, y quizá fue el primero en hacerlo, el manuscrito de El Gran Gatsby, mientras Francis Scott Fitzgerald esperaba paciente y nervioso que lo acabara. Sin parar de beber. Las malas lenguas aseguran que Hemingway demoró su lectura confiado en que si tenía una mala crítica para ella, Fitzgerald no estuviera en condiciones de entenderla.
William Faulkner llevó todo esto un poco más allá, y además se ocupó de explicarlo minuciosamente, aunque es difícil decir si lo expresó como su ideal de vida para un autor literario, o es que realmente le había sucedido. Haciendo referencia al mejor empleo que le habían ofrecido jamás, el de gerente de un prostíbulo. Deseable porque un empleo, en general, libraba a un escritor del temor y el hambre, su habitual compañía. Y porque el trabajo en sí, llevar las cuentas y sobornar a la policía, no era muy exigente. Y lo más importante, porque las mañanas eran muy tranquilas, ideales para escribir, y las noches jugosas como para obtener ideas. En esta afirmación se descubre que en realidad el autor bebía muy poco, pero estaba empeñado en crear un mito, en ser percibido como un hígado prodigioso más, un Fitzgerald o un Hemingway, porque era lo que los lectores esperaban de un escritor de moda. Basta leer las entrevistas que le hicieron en Francia, donde contradijo absolutamente lo del prostíbulo, contado en Estados Unidos. En ellas asegura que siempre escribe de noche, acompañado de mucho whisky, y que a menudo, al día siguiente, ni él entiende las frases que ha redactado. Retratarse como un bohemio ante los franceses, bebedor de whisky como buen estadounidense del sur, resulta demasiado evidente y demasiado personaje. Poco creíble si consideramos que así es como explica la corriente de pensamiento del discapacitado mental Benjy que arranca El ruido y la furia. Algo que solo muy pocos escritores han sido capaces de conseguir, y eso en plena posesión de sus facultades y capacidad técnica. O lo que es decir lo mismo, más sobrios que un palo.
En el bar pero no gracias al bar.
El último libro que escribió el considerado como uno de los mayores y más influyentes narradores del siglo XX, y el más aficionado al alcohol de todos -murió de problemas provocados por su alcoholismo- fue La leyenda del santo bebedor. Es una autobiografía final, una leyenda en la mejor tradición de las fábulas europeas, y también el testamento del mayor ejemplo de escritor bebedor que escribía preferentemente en las terrazas de los bares, copa tras copa de absenta. Joseph Roth. Con apenas cuarenta y cinco años y el aspecto de un hombre de sesenta, había desarrollado una completa dependencia y llegado al grado máximo del alcoholismo, el delirium tremens, cuando escribió su obra final. Y pese a haber perdido debido a esa enfermedad su capacidad intelectual, conservaba la extrema habilidad en el oficio de narrar. Pero ya muy alejada de la extensión y profundidad de otras de sus obras de madurez, como Confesión de un asesino.
Roth, paradigma de escritor alcohólico, es el perfecto ejemplo de que el escenario y la sustancia estimulante que acompañe el acto de escribir suelen ser independientes de la literatura. Hay muchos autores equiparables a él por haber convertido la bebida en una parte indispensable de su vida, por la repercusión de su obra, y por desarrollar síndrome de abstinencia. Y dos de los más interesantes en este aspecto son Edgar Allan Poe y Carson McCullers, aunque en su caso los bares no eran su puesto de trabajo habitual.
Poe aseguraba que el alcohol ni le inspiraba ni le ayudaba, simplemente le libraba de la angustia que residía en su mente. McCullers lo empleaba con la misma finalidad, pero por un motivo físico. Desde los diecisiete padeció dolores crónicos que la acompañaban desde que despertaba a la hora de dormir. Ambos iban bebiendo mientras escribían, y seguían bebiendo en los pubs y locales a los que acudían después de escribir. Y esta es la verdadera clave de todo. El acto pasivo, asocial y solitario que supone escribir.
El vampirismo, la no vida. Hemingway cuando estaba trabajando en su texto se perdía el entorno, por mucho que diera tragos a su bebida de vez en cuando, como hacía McCullers en su habitación. Una vez terminado el trabajo necesitaban, por su personalidad, como Roth, Fitzgerald o Faulkner, disfrutar una intensa vida social para encontrar placer en la vida. Corrían a los bares. Lo mejor que produjeron no nacía de allí, aunque lo inspirara, y que lo trabajaran allí no lo hizo mejor. Pero cuánto más gana a ojos del lector ese texto genial si lo sabe producido por un autor de vida bohemia, adicto y atormentado.