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29 mayo 2023

Posturitas, tú eso no lo escribiste en el bar

Ernest Hemingway media hora antes de ponerse a escribir


Si el alcohol tiene fama de haber sido combustible de la literatura, más aún lo ha sido la barra o mesa en que se servía. O eso se nos cuenta al menos en las biografías de autores y en la génesis de muchas de sus obras. La pregunta no es si realmente podían escribir tan bien medio beodos, sino si lo de escribir era totalmente secundario, y de lo que se trataba era de tener una excusa para ir al bar. Auténtico templo no del trabajo de la escritura, sino del de encontrar inspiración.

Los primeros bares literarios, en los casinos.

Pocos se inspiraron tanto allí como Dostoyevski, al que hay aludir siempre en estos casos, y no por su cualidad literaria, sino porque vivió de escribir cuando pocos lo hacían, y se gastó, como pocos, los ingresos producidos por cuanto escribía en los casinos de los balnearios, sus lugares favoritos. Sitios como funzpoints, si trasladáramos el entonces al ahora. El círculo vicioso de ingresos y gastos del ruso era tan peculiar que a menudo entablaba conversaciones con los policías que venían a detenerle por sus deudas, a fin de conseguir material literario para su producción. Escribiendo a una velocidad endiablada saldaba sus deudas, y tan pronto terminaba corría a contraer otras nuevas. Sigmund Freud acabaría diciendo de él que jugaba a la ruleta como medio de sustituir la masturbación. ¡Y eso solo porque era muy malo eligiendo a sus parejas! Más plausible resulta la explicación de que en aquel entorno, hablando con unos y otros, fuera capaz de construir sus novelas de cabeza, como hizo con El jugador, que dictaría en solo veintiséis días a su verdadero amor, Anna Grigorievna. Su amor, y la responsable de gestionar bien sus derechos de autor y encarrilar su economía el resto de su vida, convirtiéndose ella misma en su editora y agente literaria. En cuanto a lo de que su marido siguiera yendo a los casinos por el resto de su vida, él le aseguraba que no era por vicio, sino por trabajo. Y como ella había respondido a su proposición de matrimonio con un «te amo y te amaré siempre», le quedaba poco que objetar cuando el autor buscaba de nuevo inspiración en el juego, la compañía social, y la bebida. Es lo que tiene.

Y qué hay del más alcohólico y honesto de los autores, ese tipo que se juró que si no triunfaba a los sesenta -se lo dijo a los treinta y cuatro- se daría otros diez años, y que se sabía mal escritor, pero que continuaba porque tras leer a todos los demás se animaba mucho. Charles Bukowski. No nos engañemos, ni una sola línea de las que aspiró a publicar la trazó en un bar. El muy sibarita necesitaba música clásica de fondo, Gustav Mahler si le daban a elegir. Y eso que dado el tiempo que pasó bebiendo podría haber escrito el cuádruple. Tampoco es que no le diera al boli en las barras de los bares, al contrario, su extensa obra epistolar, la que nos deja conocer al hombre detrás del personaje, está hecha íntegramente allí. Mientras vaciaba las primeras copas y antes de perder la consciencia. Disparando frases como estas: «vendí la máquina de escribir para emborracharme y apenas tengo para beber», y «poseo una honestidad fruto de las putas y los hospitales que no me permite fingir ser algo que no soy».

Claro que esta fórmula de alternar sobriedad y ebriedad no funcionó de la misma manera para todos. Grandes escritores y grandes alcohólicos han sido a menudo sinónimos, distinguiéndose unos de otros no en el beber, sino en el modo de trabajar. Unos necesitaban el bar lleno y el bullicio a su alrededor, como el hermano de muchos hermanos crecido en una familia numerosa, bulliciosa, y con casa pequeña. José Hierro se encerraba a diario en el bar de obreros La Moderna, incluso en sus últimos días, cuando empujaba el carrito con la bombona de oxígeno. Escribía y soplaba chinchón, sin quejarse, aborreciendo tan solo escribir en casa. Porque habituado de joven a que sus hijos le interrumpieran constantemente con los deberes, o con cualquier otra petición, no toleraba la quietud ni la calma. Los poemas, dejó dicho, surgen «al hilo del vivir» y él vivía entre partidas de tute, ruidos de máquina tragaperras, cafetera, y arrastrar de sillas, voces, bullicios. Poesía de bar.

Tampoco hay que despreciar a quienes prefieren la tranquilidad absoluta, el silencio y el pijama. Caprichos de la mente. Ernest Hemingway, ejemplo y maestro, precisaba ambas cosas, pero ambas en el bar. El ruido le importaba un comino, incluso el baile a su alrededor, pero era extremadamente exigente con que el ambiente del local cuadrara con lo que estaba escribiendo. Sus primeros cuentos, Adiós a las armas, y Fiesta, fueron escritos íntegramente en bares, con ingentes cantidades de ron Saint James. De hecho esa bebida le acompañaría, el ron, no la marca, durante el resto de su vida hasta el final. Pero es que además el autor establecía su centro de tertulias y punto de lectura en cada local. Fue en un bar donde leyó, y quizá fue el primero en hacerlo, el manuscrito de El Gran Gatsby, mientras Francis Scott Fitzgerald esperaba paciente y nervioso que lo acabara. Sin parar de beber. Las malas lenguas aseguran que Hemingway demoró su lectura confiado en que si tenía una mala crítica para ella, Fitzgerald no estuviera en condiciones de entenderla.

William Faulkner llevó todo esto un poco más allá, y además se ocupó de explicarlo minuciosamente, aunque es difícil decir si lo expresó como su ideal de vida para un autor literario, o es que realmente le había sucedido. Haciendo referencia al mejor empleo que le habían ofrecido jamás, el de gerente de un prostíbulo. Deseable porque un empleo, en general, libraba a un escritor del temor y el hambre, su habitual compañía. Y porque el trabajo en sí, llevar las cuentas y sobornar a la policía, no era muy exigente. Y lo más importante, porque las mañanas eran muy tranquilas, ideales para escribir, y las noches jugosas como para obtener ideas. En esta afirmación se descubre que en realidad el autor bebía muy poco, pero estaba empeñado en crear un mito, en ser percibido como un hígado prodigioso más, un Fitzgerald o un Hemingway, porque era lo que los lectores esperaban de un escritor de moda. Basta leer las entrevistas que le hicieron en Francia, donde contradijo absolutamente lo del prostíbulo, contado en Estados Unidos. En ellas asegura que siempre escribe de noche, acompañado de mucho whisky, y que a menudo, al día siguiente, ni él entiende las frases que ha redactado. Retratarse como un bohemio ante los franceses, bebedor de whisky como buen estadounidense del sur, resulta demasiado evidente y demasiado personaje. Poco creíble si consideramos que así es como explica la corriente de pensamiento del discapacitado mental Benjy que arranca El ruido y la furia. Algo que solo muy pocos escritores han sido capaces de conseguir, y eso en plena posesión de sus facultades y capacidad técnica. O lo que es decir lo mismo, más sobrios que un palo.

En el bar pero no gracias al bar.

El último libro que escribió el considerado como uno de los mayores y más influyentes narradores del siglo XX, y el más aficionado al alcohol de todos -murió de problemas provocados por su alcoholismo- fue La leyenda del santo bebedor. Es una autobiografía final, una leyenda en la mejor tradición de las fábulas europeas, y también el testamento del mayor ejemplo de escritor bebedor que escribía preferentemente en las terrazas de los bares, copa tras copa de absenta. Joseph Roth. Con apenas cuarenta y cinco años y el aspecto de un hombre de sesenta, había desarrollado una completa dependencia y llegado al grado máximo del alcoholismo, el delirium tremens, cuando escribió su obra final. Y pese a haber perdido debido a esa enfermedad su capacidad intelectual, conservaba la extrema habilidad en el oficio de narrar. Pero ya muy alejada de la extensión y profundidad de otras de sus obras de madurez, como Confesión de un asesino.

Roth, paradigma de escritor alcohólico, es el perfecto ejemplo de que el escenario y la sustancia estimulante que acompañe el acto de escribir suelen ser independientes de la literatura. Hay muchos autores equiparables a él por haber convertido la bebida en una parte indispensable de su vida, por la repercusión de su obra, y por desarrollar síndrome de abstinencia. Y dos de los más interesantes en este aspecto son Edgar Allan Poe y Carson McCullers, aunque en su caso los bares no eran su puesto de trabajo habitual.

Poe aseguraba que el alcohol ni le inspiraba ni le ayudaba, simplemente le libraba de la angustia que residía en su mente. McCullers lo empleaba con la misma finalidad, pero por un motivo físico. Desde los diecisiete padeció dolores crónicos que la acompañaban desde que despertaba a la hora de dormir. Ambos iban bebiendo mientras escribían, y seguían bebiendo en los pubs y locales a los que acudían después de escribir. Y esta es la verdadera clave de todo. El acto pasivo, asocial y solitario que supone escribir.

El vampirismo, la no vida. Hemingway cuando estaba trabajando en su texto se perdía el entorno, por mucho que diera tragos a su bebida de vez en cuando, como hacía McCullers en su habitación. Una vez terminado el trabajo necesitaban, por su personalidad, como Roth, Fitzgerald o Faulkner, disfrutar una intensa vida social para encontrar placer en la vida. Corrían a los bares. Lo mejor que produjeron no nacía de allí, aunque lo inspirara, y que lo trabajaran allí no lo hizo mejor. Pero cuánto más gana a ojos del lector ese texto genial si lo sabe producido por un autor de vida bohemia, adicto y atormentado.


 SOBRE EL AUTOR


MARTÍN SANCRISTÁNperiodista, escritor y creador de contenidos editoriales. Colabora en JotDown Magazine y en la Revista cultural El Ciervo. Es autor de "La guitarra de Quefeo" (novela infantil); "Shakespeare y Cervantes, diferentes parecidos", y "Su Santidad pecadora, secretos de los papas de Roma". Ha sido galardonado con el premio DIPC de divulgación científica 2017, el Enrique Ferrán 2018, y el Altazor internacional de novela.

05 julio 2019

Continuar escribiendo, para sobrevivir a la muerte

Fesal Chain | El Universal Chile

Aquellas personas que no son artistas, rara vez entienden lo que Faulkner plantea como la angustia suprema del creador: "El artista es responsable sólo ante su obra. Será completamente despiadado si es un buen artista. Tiene un sueño, y ese sueño lo angustia tanto que debe librarse de él. Hasta entonces no tiene paz. Lo echa todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo, con tal de escribir el libro. Si un artista tiene que robarle a su madre, no vacilará en hacerlo...".Lo ejemplifica descarnadamente, probablemente muchísimo mejor que lo que yo podría hacerlo y por ello ocupo sus palabras.

El sueño, ¿cuál es mi sueño? Cuando era más joven, pensaba un tanto presuntuosamente, que la literatura chilena era por sobre todo una literatura oligarca. Es decir que los grandes novelistas nacionales, aún cuando eran capaces de mostrar la miseria y el sufrimiento del hombre y la mujer común, lo hacían desde la particular mirada de ellos como dominantes. Dominantes que no deseaban serlo o dominantes (valga la reiteración) que deseaban tener una mirada panóptica, más amplia que la de cualquiera que escribe solamente desde y para su tribu.

Así, mi sueño literario era más bien desarrollar una literatura clasemediera, supuestamente inédita. Claro, literatura proletaria no podía ser, ya que no soy proletario, así de simple. Sin embargo, en el intertanto es decir en más de veinte años, me encontré con fantásticos novelistas y narradores, que por supuesto ya habían cumplido la misión. Carlos Cerda, por nombrar al que considero uno de los exponentes más brillantes de una literatura de la clase media chilena. Claudio Giaconi, por nombrar a quien fue capaz de sacarnos abrupta y genialmente de una literatura naturalista. De la proletaria o social, basta con nombrar a Manuel Rojas o a Nicomedes Guzmán.


De esta manera, mi sueño no sólo lo habían soñado otros, sino que lo habían puesto en marcha verdaderos gigantes de la palabra. Por otra parte me adentré en la poesía como un camino "natural", pero la dictadura hizo su trabajo y me convocó a la sociología y la política con la misma pasión con la que me había llamado la palabra. Fueron años de un tira y afloja monumental entre la acción y reflexión política y los textos literarios propios y ajenos. Como decía Volodia Teitelboim al respecto, y guardando las enormes distancias en todo ámbito, la política pasó a ser mi esposa y la literatura mi amante. Pero posteriormente hice una ecuación simple: antes de la dictadura existía en mi la literatura, durante la dictadura, no murió realmente, y posterior a ella, entre evaluaciones de proyectos, estadísticas inferenciales y de correlación y trabajo social comunitario, siguió la literatura empujando el carro interior con una fuerza avasalladora. Así que me dije a mi mismo: la literatura es permanente en ti Fesal.

Pero, ¿que es lo que empuja a la literatura que hay en mi? No podía ser entonces el sueño de hacer nueva literatura que ya existía y acaso esa racionalización, aún cuando ya estaba cumplida por otros, no ha detenido la fuerza y el ímpetu de escribir día a día. Vivimos en un mundo material, no cabe la menor duda, las relaciones sociales se imponen a rajatabla por sobre cualquier consideración. Y es bien sabido que la palabra escrita no es meramente reflejo de aquello, es también una cierta anterioridad a todo. No como sería la existencia del dios de los cristianos, ni como una historia naturalizada, en donde el destino luminoso esta garantizado. Es anterior, como una especie de fuerza intelectual que niega el dolor.

Escribo para superar el dolor. Escribo para negar mi dolor y el de los que me rodean. Ese "de los que me rodean" no es ni mucho menos una opción anterior a mi mismo como un mesías sufriente. Es efecto de la supresión de mi propio dolor. Como me decía Jorge Marchant Lazcano en una breve conversación telefónica, y lo cito esperando no ser infidente, que los escritores somos personas infelices, con nosotros mismos y con los que nos rodea. Y digo yo, pero esta infelicidad no es una insatisfacción egoísta, ni tampoco una incapacidad de superación de nosotros mismos, no es producto de que el mundo no sea como nosotros queramos y de una cierta frustración infantil. No. La infelicidad del escritor es la infelicidad de la supresión de la belleza, del dominio de la fealdad y del sable, como decía Camus.

El mundo se ha ido transformando en una horrible creación humana. Parafraseando a Fidel Castro en la entrevista de Oliver Stone, me temo que no habrá un orden mundial y que todo será ingobernable y lleno de violencia y muerte. Los escritores aborrecemos la fealdad del mundo, no solamente las grandes devastaciones humanas, como los genocidios, la tortura, la muerte, el silenciamiento de las ideas, la cárcel y los psiquiátricos, el dominio de los mediocres, el sufrimiento de los pobres y de las grandes mayorías. También nos parece angustiante las pequeñas miserias a ojo común. La mujer vieja y desdentada pidiendo monedas en la escalera del metro, el niño vagabundo vendiendo flores en las veredas de una ciudad alcoholizada. La juventud popular deambulando por calles oscuras regetoneando y hablando grotescamente, en un argot carcelario muchas veces. El perro pitbull del narcotraficante y al narcotraficante mismo caminando como un perro pitbull por las calles de un país fascista.

Pero sobre todo nos parece aborrecible nuestra propia fealdad, la distancia que podemos imprimir entre las hojas de nuestros libros y nuestra vida cotidiana. Nuestro desamor, nuestras egolatrías, nuestras querellas intestinas, nuestros automatismos y neurosis. Es que el mundo pareciera ser una criatura impulsada por bacterias y demonios, que lucha por no descomponerse y que la salida que ha encontrado es meramente un placebo, una aspirina al dolor de cabeza permanente de los humanos arrastrándose entre seres humanos no dirigiéndose la mirada, con la cabeza en el suelo, como reptiles de un tiempo ido.


Escribo contra toda fealdad y me gustaría que la belleza adornara balcones y plazas, pero no aquella hecha solamente de estatuas y figuras blancas muertas. No. Tampoco aquella de una igualdad radical y de masas siempre luchando contra bestias existentes e inexistentes. Tampoco la de la democracia perfecta, la del ágora en que todos y todas llegan a hermosos acuerdos y a desenterrar el amor definitivo. Nada de aquello ni todo lo contrario. La belleza de un nuevo ser humano, auto convencido de que vale más un diálogo donde esté presente ante todo, la búsqueda del sentido de la vida, del ser de las cosas y de uno mismo, que el obtener y controlar. Pero no es esto el deseo tan típicamente pequeño burgués de la negación de la fealdad como mero maquillaje, como esconder la mierda bajo los callejones o lavar al pobre y perfumarlo con un agua de colonia barata.

Se trata en virtud, de desentrañar la realidad contradictoria, de escudriñar en la más profunda carroña humana y desenterrarla para ponerla al sol y secarla hasta su agonía. Se trata de vernos y verme en la totalidad de nuestras contradicciones y de ser capaces de entender, de que aquello que enarbolamos como principios y valores rectores, no son sino meros deseos de aquello que no somos. No amamos la belleza sino porque no existe realmente, porque somos monstruos sagrados, pero monstruos al fin. No amamos la igualdad sino porque somos desiguales y antagónicos, no amamos la libertad y la fraternidad sino porque somos esclavos de nuestras intensas pulsaciones y dominios pre conscientes y no creamos deseos nuevos y relaciones que los destierren y porque quisiéramos darle una cuchillada metafórica o real a nuestros enemigos y también a nuestros amigos.

El sueño, ¿cuál es mi sueño? ¿Que empuja a la literatura que hay en mi? La necesidad de sobrevivir al mundo muerto y que se descompone día a día y de quedar en la vida de los sobrevivientes con mis textos. Pues como también dice Faulkner: A la vida no le interesa el bien y el mal. (...) Puesto que los seres humanos sólo existen en la vida, tienen que dedicar su tiempo simplemente a estar vivos. La vida es movimiento y el movimiento tiene que ver con lo que hace moverse al hombre, que es la ambición, el poder, el placer. El tiempo que un hombre puede dedicarle a la moralidad, tiene que quitárselo forzosamente al movimiento del que él mismo es parte. Está obligado a elegir entre el bien y el mal tarde o temprano, porque la conciencia moral se lo exige a fin de que pueda vivir consigo mismo el día de mañana. Su conciencia moral es la maldición que tiene que aceptar de los dioses para obtener de éstos el derecho a soñar".



 SOBRE EL AUTOR



FESAL CHAIN, es poeta y narrador chileno. El año 1985 estudia castellano en la Universidad Católica de Valparaíso. Desde el año 1986 hasta el año 1989 estudia Sociología y se titula en ARCIS. Durante los años 2001 al 2004 fue Jefe de Proyectos del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile e impulsor y colaborador de la revista Calíope, medio de los estudiantes de la Facultad de Letras. El año 2006 edita el libro "La sociología como arma de la resistencia", junto al artista visual Mauricio Bravo. Ha escrito varios libros de poesía, un ensayo de sociología, novelas breves y un libro de crónicas. Algunas de sus obras: Los Infelices, La Mariposa y la Rebelión, El Módulo, Tarde Quemada y Obra en Construcción.

05 octubre 2018

La bestia marciana


—Finlay: Llame a la tierra. Infórmeles que hemos llegado bien; que todo está en orden; que vamos saliendo hacia el “Pionero”, etc. En fin, contéstele cuantas preguntas le hagan. Usted sabe decir esas cosas mejor que yo.

El profesor Morris, seguido de Johnson, entró en la cámara neumática, y pronto ambos hombres avanzaban por la roja arena marciana, desplazándose como ágiles tortugas, con grandes trancos que sus pesados trajes espaciales no parecían entorpecer. Pronto desaparecerían tras una loma. Finlay se retiró de la ventanilla con un gesto de cólera ante las ininterrumpidas llamadas de la Tierra. Sin gran apuro se aproximó al radiotransmisor.

Morris y Johnson llegaron frente a un paredón abrupto, y se detuvieron en busca de un sendero para trasponerlo. El “Pionero” debía encontrarse al otro lado, a no más de un kilómetro, en la ladera norte del cerro. Luego de intercambiar una mirada con Johnson, cuyo rostro dentro de la escafandra parecía sereno y sumido en una inefable satisfacción, Morris caminó a lo largo del muro.

—Profesor Morris —Johnson interrumpió el silencio (mantenido desde que abandonaron el cohete por un tácito acuerdo) con un tono curioso—: ¿no le parece Marte un mundo que irradia sinceridad, y una especie de comprensión por nosotros?

El profesor se volvió hacia Johnson, sorprendido.

—¿Sabe que tiene razón, Johnson? Estaba pensando lo mismo.
—Pero no se atrevía a decírmelo, ¿verdad? Debe ser, posiblemente la falta de atmósfera: la cara de Marte se ve limpia, pulcra, sin artificios que disimulen sus rasgos.
—Es cierto.

El sol, suspendido sobre una cresta granítica, lanzaba sus débiles rayos a la llanura. Allí rebotaban en las vetas minerales con destellos iridiscentes. Un silencio helado, árido, fluía del desierto, cuyo horizonte salpicado de montañas se hundía en un cielo negro y estrellado.

—Y dicen que este es un mundo muerto —comentó el profesor.
—Como sea: me hace sentirme más yo mismo. ¿Sabe? En la Tierra no hay tiempo para acordarse de uno. Los días se van, desde la salida del sol hasta la llegada de la noche, en un perpetuo hacer cosas sin sentido, en un eterno escuchar noticias alarmistas. Que la guerra va a estallar, porque los derechos de tal o cual nación fueron atropellados, o porque un jefe de estado cualquiera, cuando amanece de malas, hace declaraciones ofensivas, sin importarle un pepino la reacción mundial, ni las susceptibilidades heridas, o que los rivales inventaron una nueva astronave, o descubrieron un combustible más potente, con el cual llegarán a Marte o al Infierno antes que nosotros. Toda una sarta de cosas absurdas, en medio de las cuales el hombre común (como usted y yo) atraviesa por el mundo como un conejo perseguido por un lebrel, sin tener tiempo siquiera para volver las cabeza y ver si el enemigo se acerca o si, debido a las sorpresas de nuestra época, sin que nosotros nos hayamos percatado, ha dejado de ser nuestro perseguidor para transformarse a su turno en perseguido, y está mirándonos azorado al darse cuenta que su víctima aún no ha comprendido el milagro y parta, a su vez, en persecución suya. Y así se muere: sin saber si somos conejos o lebreles porque, en el fondo, cualquiera de las dos cosas da lo mismo. ¿Y “nuestro yo”? ¿Y el ser y el no ser? ¿Y todas esas cosillas, como la salvación del alma, la autodeterminación, el “pienso, luego existo”, en las que tantos sabios dejaron el seso tratando de ponerlas en claro? Se quedan al lado del camino recorrido por el conejo que huye del lebrel. ¡No hay tiempo ni para echarles un vistazo!

Johnson observó a Morris y en seguida desvía la mirada al yermo.

—Usted es un filósofo, Johnson. Pero también yo me siento filósofo frente a este panorama tan callado y limpio.
—Porque la limpieza nos hace filósofos —puntualiza Johnson—. En la Tierra todo es sucio y falso. Cada vez el mundo nos hace sentirnos más desterrados. ¡No hay nada que me haga desearlo! Ni las mujeres. Día a día se ponen más iguales a uno. Hacen todo cuanto nosotros hacemos. Y para mí, al menos, no tiene atractivos mantener relaciones con un colega, ¿no es así? La mujer de hoy no ofrece nada nuevo, nada que nosotros ya no sepamos o ya poseamos. Si uno les habla de cibernética, ellas nos dan una lección de electrónica. Antes por lo menos se podía deslumbrarlas con nuestros conocimientos, con una hazaña en perspectiva. Ahora lo saben todo. ¡La Tierra es una lata!
—Usted lo ha dicho, Johnson: es una lata. Y ahora creen que en este mundo hay una bestia que mata a los astronautas.
—¡Ah! La Bestia Marciana —Johnson echó a reír.


Morris, suspirando, volvió a ponerse en marcha. La Bestia Marciana. La última historia fraguada por la imaginación de los encargados del programa espacial, para desviar la atención pública de los costosos gastos destinados a mejorar los cohetes interplanetarios. ¿De dónde había nacido? Del repentino silencio de Parker, el tripulante del “Pionero”, el primer cohete que lograra descender en Marte. El hombre alcanzó a transmitir sus primeras impresiones sobre el nuevo mundo, y luego de anunciar que se disponía a bajar al planeta, no volvió a despegar los labios. Transcurridas algunas horas se le dio por muerto. ¿Un meteorito, probablemente? ¿O alguna enfermedad fulminante que le acometió en cuanto pisó Marte? Pasaron tres meses. Surgieron mil y una teorías. Hasta que alguien expuso la hipótesis de un monstruo que merodeaba por las praderas del planeta. La Bestia Marciana. Prendió la ocurrencia entre los periodistas y libretistas de radio y televisión. Cuando el actual cohete estaba listo para partir no faltaron sugerencias para que los astronautas llevasen armas, incluso bombas atómicas, y pudiesen repeler el ataque de la hipotética fiera. Morris y sus acompañantes tenían la misión específica de desentrañar el destino de Parker. Ese momento se aproximaba. Ambos hombres encontraron un corte en el cerro y, en cuanto lo hubieron atravesado, se hallaron ante la esbelta silueta del “Pionero”: el cohete reverberaba bajo la pálida acción del sol, y tanto sus antenas como pantallas solares ofrecían un aspecto normal.

—Finlay: estamos frente al “Pionero”.
—¿Quiere que lo comunique a la Tierra, profesor? Me tienen loco. Ganas me dan de cortarles la transmisión.
—No les haga caso. Que aprendan a tener paciencia.

El “Pionero” se erguía en el centro de una plana y baja meseta. Los dos hombres se aproximaron a la astronave con su acostumbrada pachorra, mirando a su alrededor como si fuesen dos turistas que efectuaban un paseo de placer.

—¡La Bestia Marciana! Todas las bestias están, por fortuna, a cincuenta y cinco millones de kilómetros de aquí. Ojalá nunca los hombres lleguen a practicar sus malditas costumbres en este mundo inocente.

Nadie en el cohete. La escotilla abierta: sobre la capa de arena roja que cubría sus aledaños se conservaban nítidamente grabadas las huellas deformes de las botas de Parker. Se dirigían a la pradera que comenzaba a medio kilómetro de allí; pero en ninguna parte los hombres descubrieron señales de su regreso. Morris y Johnson se detuvieron en el borde de la meseta a contemplar la hilera de pisadas que se perdía en el interior de la llanura.

Ambos hombres intercambiaron una silenciosa mirada.

(—No cabe duda —se dijo Johnson—: Parker no podía perder tan magnífica oportunidad. Quería estar por lo menos algunas horas a solas. Me gustaría hacer lo mismo. ¿Se opondrá el profesor Morris? Quizás…)

Observó a su compañero. Un inusitado brillo rielaba en los ojos de Morris.

(—Este Parker hizo el gran descubrimiento —se decía el profesor—. Y Johnson también. ¿O estaré prejuzgando? Nunca se me presentará otra ocasión igual. Aunque sólo sea una hora de meditación solitaria…)

Volvieron a mirarse cautelosos. Se estudiaron unos instantes, como si ninguno de los dos fuese capaz de romper el silencio, como si la conversación de segundos antes hubiese agotado todo cuanto tenían que decirse. Pero aún quedaba algo. Johnson, contemplando el desierto rojo, cubierto por suaves dunas de arena impalpable, que guardaba en una diminuta perspectiva las huellas del primer hombre arribado a Marte, habló con un tono terminante, definitivo.

—¿Avisamos a Finlay?

¿Le preguntaría Morris “Qué cosa”? ¿O comprendería sin mayores explicaciones, tal cual Johnson lo intuyó al formular la pregunta?

—Me parece mejor —Morris no disimuló un tono de alivio—. No debemos dejarle problemas.

Finlay no contestó. Una sonrisa de comprensión asomó al rostro de Johnson.

—Bueno: parece que, por primera vez, los hombres se han puesto de acuerdo para hacer lo que les conviene. Y sin consultarse. Adiós, profesor Morris. Espero que estas horas de meditación le sean provechosas.
—Lo mismo le digo, Johnson. ¿Sabe? En la Tierra no van a dudar ahora de la Bestia Marciana.
—Por lo menos que en algo tengan fe, ya que en todo lo demás la han perdido.

Ambos hombres, enfundados en sus trajes espaciales, partieron cada uno por su lado. El “Pionero” formó uno de los vértices de un triángulo que crecía: un trozo de metal inmóvil, cuya proa puntiaguda apuntaba la inmensidad, y dos diminutas siluetas blancas, dotadas de movimiento, alejándose del exponente de la tecnología humana.


 SOBRE EL AUTOR



HUGO CORREA, (1926 - 2008) fue periodista y escritor, la gran voz de la ciencia ficción chilena y autor de culto para varias generaciones de lectores y narradores. Su reconocimiento de parte de Ray Bradbury e Isaac Asimov le valió ser publicado en la influyente revista Fantasy and Science Fiction. Columnista de El Mercurio, La Tercera y revista Ercilla, además de presidente de los comités culturales del Instituto Chileno Norteamericano, Correa fue destacado a nivel mundial por su trabajo, pero falleció sin conseguir el reconocimiento en su propio país. Algunas de sus obras más importantes son Alguien mora en el viento, Los títeres, Cuando Pilato se opuso, El Nido de las Furias, Donde acecha la serpiente y La corriente sumergida. Su primera novela Los altísimos es considerada una obra fundacional.

05 septiembre 2018

W. H. Hodgson: Horror en el fondo del mar


William Hope Hodgson | Foto: Public Domain

A menudo los autores de obras de ficción no cuentan con la popularidad que merecen. Tal es el caso de William Hope Hodgson, sobre todo en los países de habla hispana, sin embargo es uno de los autores más importantes del siglo XX en el campo de la literatura fantástica. Lovecraft proclamó la admiración que sentía hacia su obra y subrayó su importancia: "Pocos autores saben, como él, bosquejar con palabras el acercamiento de las fuerzas innombrables y el asalto de los entes monstruosos".

Pero, ¿quién era Hodgson? Su biografía cabe en pocas líneas. Nació en 1875, en Inglaterra, hijo de un pastor del condado de Essex. Tenía una docena de hermanos y hermanas. Cuando todavía era muy joven abandonó a su fastidiosa familia y se embarcó…

Estuvo navegando durante ocho años, y la vida marinera marcó profundamente su imaginación. En el transcurso de sus tres vueltas al mundo, recibió la medalla de la Royal Human Society por haber salvado la vida de un náufrago.

William Hope Hodgson se sintió muy pronto atraído por la literatura. En 1907 publicó Las canoas de Glen Carrig. El éxito que obtuvo fue considerable, y le permitió emprender La casa del confín del mundo (1908) y Los piratas fantasmas (1909), novelas que, junto con la primera, componen una trilogía dominada por el mar y por los entes terroríficos que de él pueden surgir.


Dentro del mismo estilo, publicó después El reino de la noche (1912) y La cosa en las algas (1914). También aparecieron unas cuantas narraciones cortas y varios poemas. Cuando estalló la primera guerra mundial, W. H. Hodgson se encontraba en el sur de Francia con su esposa. Regresó a Inglaterra para alistarse y partió hacia el frente como oficial de artillería, formando parte de la 171ª brigada de la Royal Field Artillery. Su valentía le distinguió en los combates de Ypres, en Bélgica. Murió en Abril de 1918, a consecuencia de la explosión de un obús, a la edad de 43 años. Pueden hacerse cábalas acerca de lo que hubiera sido su obra: lo cierto es que había escrito todos sus libros en menos de diez años…

William Hope Hodgson | Foto: Public Domain
El mar, que desempeñó un papel tan importante en su vida, estuvo siempre presente en su obra. Para él, el mar era el generador de miedo por excelencia. Hay "cosas" agazapadas entre las algas, en las profundidades del mar de los Sargazos, pozo de tantos terrores. Para W. H. Hodgson, el marinero es el héroe ejemplar: suele encontrarse solo, perdido en medio de los elementos desencadenados, o de pronto extrañamente silenciosos, demasiado tranquilos, mientras que, a su alrededor, el mar de los Sargazos hormiguea de presencias innombrables. En cualquier momento la "Cosa" intrínsecamente maléfica puede surgir y apoderarse del desgraciado marinero.

El mar es lo desconocido, el gran creador de terrores y de angustias. Perdido en él, el hombre se enfrenta con aberraciones monstruosas y con entes surgidos de los abismos. El mar acoge además en su seno lo que no debería existir. Se transforma en otro universo, lleno de abominaciones inefables. Este tipo de obsesiones hacen que Hodgson se acerque a Lovecraft, también él angustiado por las criaturas llegadas del mar. Su estilo, tan eficaz como el del recluso de Providence, posee el mismo hechizo y deja en la memoria la misma inquietud subconsciente: los lectores de Hodgson y de Lovecraft no tienen más remedio que mirar al mar con otros ojos…

Avasallados por el horror, los personajes de Hodgson logran, sin embargo, luchar y resistir. No toda la esperanza está perdida. Los restos del naufragio pasan a ser el símbolo de una tierra de nadie a caballo entre el mundo de lo real y el universo de lo fantástico. En La casa del confín del mundo aparece, precisamente, una casa que sirve de puerta de acceso a otro mundo.

Las aventuras de Carnacki, "cazador de fantasmas" que merece un puesto en la casta de los "Sherlock Holmes de lo sobrenatural", junto a los héroes más lúcidos de Lovecraft o junto al John Silence de Algernon Blackwood, dan testimonio de la existencia concreta de un mundo ajeno al hombre. Carnacki se enfrenta sin cesar con temibles fuerzas psíquicas. Su arsenal para la lucha lo extrae de la magia: los siete círculos concéntricos, el pentagrama, un ritual desconocido, un manuscrito misterioso.

Pero Carnacki sabe asimismo aprovecharse de las adquisiciones de la ciencia moderna, lo que permitirá triunfar sobre el "verraco", terrible monstruo del exterior. Sabe, asimismo, detectar las supercherías de los humanos que quieren presentarse como seres sobrenaturales.

Las influencias de Hodgson sobre los escritores anglosajones del género fantástico ha sido considerable. Algunos de sus relatos cortos han sido publicados en la famosa revista americana Weird Tales.


Maestro de lo insólito y de lo fantástico, W. H. Hodgson puede considerarse como uno de los precursores de la ciencia ficción. En El reino de la noche, novela-río de más de mil páginas que se desarrolla en un futuro muy lejano, miles de millones de años después de nuestra época, la humanidad se halla encerrada en una pirámide y se aventura en el reino de la noche…

Obsesionado por los horrores que vienen del mar, perdido en el dédalo de sus pesadillas y de sus fantasmas, Hodgson no podía creer en una victoria duradera sobre las fuerzas de las tinieblas. Carnacki, su protagonista, nos precisa: "De momento, estamos sólo especulando en las fronteras de un país que desconocemos y que permanece lleno de misterios".

Narrador de lo fantástico, William Hope Hodgson conocía todo lo que el mundo puede encubrir. Sus libros constituyen una advertencia, un sublime consejo. Son el espejo en que el lector podrá contemplar hasta el infinito sus propios terrores.

06 marzo 2018

Algunos poemas de Walt Whitman

Walt Whitman | Foto: Library of Congress 

¡Poetas del porvenir! 

Poetas del porvenir ¡Oradores cantantes,
músicos del porvenir!
No es el día de hoy quien debe justificarme
y explicar quién soy.
Sois vosotros, la nueva generación, nativa,
atlética, continental, más grande que todas
las conocidas.
¡Levantaos!  ¡Debéis justificarme!
Yo no hago más que escribir una o dos
palabras acerca del futuro,
me limito a adelantarme un momento
y sólo para retomar y correr apresuradamente
a las tinieblas.

Soy un hombre que, pasando sin detenerse,
dirige al azar una mirada hacia vosotros
y luego vuelve el rostro,
dejándoos el cuidado de examinarla y definirla
reservándoos lo fundamental.

***

Una mujer me espera
 
Una mujer me espera, ella lo contiene todo,
                               nada le falta;
mas todo le faltaría, si no existiese el sexo
y si no existiese la vida del hombre necesario.
El sexo lo contiene todo: cuerpos y almas,
ideas, pruebas, purezas, delicadezas, fines,
difusiones,
cantos, mandatos, salud, orgullo, el
misterio de la eternidad, el semen;
todas las esperanzas, bondades, generosidades;
todas las pasiones, amores, bellezas, delicias
                                      de la tierra.
Todos los gobiernos, jueces, dioses, caudillos
                                      de la tierra
existen en el sexo y en todas las facultades
del sexo y en todas sus razones de ser.
Sin duda, el hombre, tal como lo amo,
sabe y confiesa las delicias del suyo.
Así, nada tengo que hacer con mujeres
insensibles;
yo quiero ir  con la que me espera, con esas
mujeres que tienen la sangre cálida y
pueden enfrentarse conmigo.
Veo que ellas me comprenden y no se
desvían de su propósito.
Veo que ellas son dignas de mí.  De estas
mujeres quiero ser el robusto esposo.
En nada son menos que yo.
Ellas tienen la cara curtida por los soles
               radiosos y los vientos que pasan;
su carne tiene la antigua y divina ingravidez
la hermosa y vieja y divina elasticidad.
Ellas saben nadar, remar, montar a caballo,
luchar, cazar, golpear, huir y atacar,
resistir, defenderse.
Ellas son  extremadas en su legitimidad,
son tranquilas, límpidas, en perfecta
posesión de sí mismas.
Te atraigo a mí, mujer.
No puedo dejarte pasar, quisiera hacerte un bien.
Yo soy para ti y tú eres para mí, no solamente
por amor a los demás:
en ti duermen los grandes héroes, los
más grandes bardos,
y ellos rehúsan ser despertados por otro
hombre que no sea yo.

Soy yo, mujer, veo mi camino.
Soy austero, áspero, inmenso, inmutable,
Pero yo te amo.
Vamos, no te hiero más de lo necesario;
vierto la esencia que engendrará muchachos y
doncellas dignas de Estados Unidos;
                    voy con un músculo rudo y atento,
y me enlazo muy eficazmente, y no escucho
                                           ninguna súplica,
y no puedo retirarme antes de haber depositado
                    lo que está acumulado hace mucho tiempo en mí.
A través de ti, liberto los ríos represados de mi ser
en ti deposito un millar de años anteriores,
sobre ti injerto lo más querido de mí y de América;
las gotas que yo destilo en ti, crecerán en
                   cálidas y potentes hijas, en artistas de
                   mañana, en músicos, en bardos;
los hijos que yo engendre en ti; engendrarán a
                                                           su vez.
Yo exijo que hombres perfectos y mujeres
               perfectas surjan de mis expansiones amorosas.
Espero que ellos se desposen como nosotros nos
                            unimos en este instante;
cuento con los frutos de sus resplandecientes riegos,
como cuento con los frutos de los riegos centellantes
que doy en esta hora.
Y yo vigilaré las mieses del amor, del nacimiento
         de la vida, de la muerte, de la inmortalidad,
         que yo siembro en esta hora, tan amorosamente.

***

Ha poco tiempo que atravesé una ciudad populosa

Ha poco tiempo que atravesé una ciudad populosa,
imprimiendo en mi cerebro, para recordarlas
más tarde, sus curiosidades, arquitecturas,
costumbres, tradiciones.
A pesar de ello, ahora, de toda esta ciudad,
me acuerdo solamente de una mujer que
encontré allí por casualidad y que me retuvo
porque me amaba.
Día tras días y noche tras noche, estábamos
juntos. Todo lo demás ha sido olvidado
      hace mucho.
Sólo recuerdo, digo, a esta mujer únicamente,
a esta mujer que se enamoró de mí con pasión.
Aún erramos juntos, nos amamos, aún
nos separamos;
aún me retiene de la mano: "¡No partas!".
La veo muy cerca de mí, con sus labios
oprimidos, temblorosa y desolada.

***

Nosotros, dos buenos mozos abrazándonos mutuamente

Nosotros, dos buenos mozos, abrazándonos mutuamente,
sin jamás abandonarnos el uno a otro,
recorriendo los caminos  de extremo a extremo,
                    recorriendo el norte y el sur,
gozando de vigor, ensanchando los codos, apretando los puños,
armados y sin miedo, corriendo, bebiendo, durmiendo, amando,
alarmando a los avaros, villanos y sacerdotes,
respirando el aire, bebiendo el agua, danzando
sobre la hierba o sobre la arena de las playas,
perturbando las ciudades, despreciando las
             buenas costumbres, burlándonos de las constituciones,
             persiguiendo la apatía,
       llevando al éxito nuestra aventura.

***

Lleno de vida ahora

Lleno de vida, ahora, compacto, visible,
yo, de cuarenta años de edad y en el año ochenta
                         y tres de estos Estados,
a alguien que vivirá dentro de un siglo, o después
                                de muchos siglos,
a ti, que aún no has nacido, dedico estos cantos
            esforzándote por seguirte.

Cuando tú leas estos cantos, yo, que ahora soy
         visible, me habré tornado invisible.

         Entonces, serás tú, compacto y visible, quien
realizará mis poemas, quien se esforzará en seguirme,
imaginándote cuán feliz serías si yo pudiese
estar contigo y convertirme en tu camarada.
Que sea, pues, como si yo estuviera a tu lado.
(No creas demasiado que no estoy ahora junto a ti).


 SOBRE EL AUTOR



WALT WHITMAN, (Nueva York 1819-1892) fue poeta, periodista y ensayista. Combinó su labor como editor, que desarrolló en diferentes publicaciones, con la de escritor de relatos breves. En 1855 publicó su obra más importante, Hojas de hierba, que revisó y aumentó en sucesivas ocasiones. Durante la guerra de Secesión se alistó como voluntario en los hospitales de Washington; a partir de esta experiencia y de sus reflexiones sobre la misma, escribió dos obras de ensayo Democratic Vistas (1871) y Specimen Days & Collect (1882-1883).  

26 agosto 2017

Helen Oyeyemi: Ovidio, Almodóvar y la mitología yoruba

Helen Oyeyemi | Foto: Jordi Esteban

¿Qué tienen en común Ovidio, Almodóvar, Hitchcock, Barba Azul, Blancanieves, el absurdo, el cine negro, el surrealismo y la mitología yoruba?  Que todo esto -y mucho más- cabe en la literatura de Helen Oyeyemi. Con una escritura que avanza como la seda. El lector sólo tiene que dejarse hacer, relajar el pacto literario, abandonar por unas horas los prejuicios, confiar en la imaginación de Oyeyemi, en la seducción de su lógica, en su libertad de formas, en su alegría narrativa, y entregarse al placer de la lectura.

Helen Olajumoke Oyeyemi (1984) ha cruzado el umbral de la gloria literaria británica. Desde 2013 forma parte del ranking literario de la revista Granta como una de las novelistas más prometedoras de Reino Unido. Una lista, por cierto, donde cada vez tienen mayor peso los escritores de origen extranjero y las mujeres. Helen Oyeyemi nació en Nigeria, y con cuatro años se estableció con sus padres en Londres. Hoy se la considera escritora británica, pero es un espíritu libre que no para de viajar. Como una esponja, atrapa experiencias, culturas y tradiciones -físicas, fílmicas y literarias- y recrea su propia mitología, un mundo personal que todos podemos habitar en sus relatos.

El señor Fox (Acantilado, 2013), su cuarta novela, es un texto muy sofisticado. Es como una caja china de relatos engarzados con una trama que provoca el suspense al más puro estilo del cine negro americano, o el tira y afloja constante del amor que se revela en la fragilidad típica de la novela romántica. Es una trama que también apela a lo siniestro, a lo extraño, y esta extrañeza a veces transmite inquietud y otras abre las puertas a la comedia. Y la incertidumbre…, siempre está presente. Con todo, el lenguaje es sencillo y la narración ligera, y esto hace que la novela sea de fácil lectura, que además engancha. El señor Fox es una actualización del mito de Barba Azul, una revisión de los cuentos de hadas, un triángulo amoroso entre un afamado escritor, su esposa, y su musa de ficción; pero también una meditación sobre el acto de escribir, una reflexión sobre la violencia machista, y, por encima de todo, un acto de fe en la metamorfosis, en la capacidad de transformación del ser humano.

¿Cuál es tu mito de Barba Azul?
Existen distintas versiones, pero la de mi estructura básica es la siguiente: una mujer que se casa con un hombre y a veces es un mago y a veces tiene otros perfiles, pero siempre es un hombre muy carismático. Y ella, la amante, descubre sus romances del pasado porque descubre los cadáveres de esas exmujeres. En cierta manera tiene que ver con el pasado metafísico. Creo que Barba Azul tiene que ver con el mundo de las relaciones, sobre cómo entras en una nueva relación, qué peligros o qué terrores inspira la fidelidad, y esa pregunta que una se hace de por qué va a sobrevivir cuando muchas antes, en el pasado, han ido cayendo…

¿Por qué sitúas la novela en 1936?
Porque supuso el apogeo de las películas del cine negro y también de las primeras comedias de Hollywood en las que vemos la guerra de los sexos que precisamente ocupa el centro de las acciones. Una guerra de sexos retratada no desde la gravedad, sino desde la comedia, de forma ligera.

También hay locura, en tu novela quiero decir.
Sí. Esta presente la locura del amor, pero también la locura de la creatividad y de la imaginación.

Creo que podríamos llevar tu novela al cine. ¿Qué cineasta español te gusta? ¿Quizá Almodóvar?
¡Oh, sí, me encanta! Almodóvar lo haría bien (risas). Su película Volver es fantástica, lo tiene todo. El surrealismo, el cadáver en la cocina, toda la tensión que se respira. Es verdad que Almodóvar podría hacerlo. Yo también trato de mostrar todo ese abanico de experiencias que él recoge.

El señor Fox-Mary. Si fueras real, me iría contigo para siempre.
(…)
-Me gustaría desayunar contigo, dijo Mary Foxe-. Y me gustaría que aceptaras mis gustos y costumbres; en este momento no tengo, porque no me los has dado. Me gustaría ir a fiestas contigo y jugar a las charadas. Me gustaría tener amigos que me prestaran libros y me contaran secretos. Me gustaría no tener nada que hacer contigo durante muchísimas horas y luego volver y encontrarte, regresar con cosas que he pensado y encontrado por mí misma, por mí misma y no a través de ti. Me gustaría no desaparecer cuando no estás pensando en mí.

La mitología es un telón de fondo en esta obra y le da fuerza. La yoruba da significado a la vida y a la muerte, a la función de los vivos y los muertos, e introduce el misterio. De Ovidio recoge la metamorfosis, la salida, la fuga, la solución. Daphne, uno de los personajes centrales de la novela, remite al mito ovidiano de la ninfa perseguida por Apolo. Pero además de mito hay crónica, como en Homero por continuar citando clásicos, porque hay un sentido de constatación de hechos, en este caso sobre la violencia machista.
Si fuera capaz de hacer una crónica de la realidad de las mujeres… En cierto modo, tanto Ovidio como Homero lo que hacen es registrar los actos de los hombres, lo cual me parece muy interesante. Pero me falta la parte de las mujeres, yo quiero conocer y llegar a Penélope, a Circe, si pudiera conectar con esa tradición…

¿La tuya es una novela femenina o feminista?
Creo que es una novela femenina, pero de un modo elusivo, y a mí me gusta que sea así. Cuando comencé a escribir el libro sí había un impulso feminista detrás pero luego no se ha reflejado, pero tampoco me preocupa que la novela vaya por otros derroteros.

-¿Me puedes decir por qué es necesario que a Roberta le corten una mano y un pie con una sierra y se desangre hasta morir en el altar de la iglesia? –Hojeó un par de páginas más-. Sobre todo teniendo en cuenta que este otro relato termina con Louise cayendo al suelo acribillada a balazos porque los rebeldes de las montañas la han confundido con el traidor de su hermano. Y ¿es necesario que la señora McGuire se cuelgue del pomo de una puerta porque teme lo que le hará el señor McGuire cuando llegue a casa y descubra que se le ha quemado la cena? Del pomo de una puerta… ¿Es realmente necesario, señor Fox?

¿Dónde sueles escribir?
Comencé a escribirla en París, luego en Toronto, Cambridge y al final Praga. Suelo escribir en la cama. Aunque dos de los relatos que conforman la novela los escribí en un tren (“De este modo”, y “Mi hija la racista”) y otro en el avión, en un vuelo hacia Australia.

El relato “De este modo” me recordó a la Trilogía de Nueva York de Paul Auster (le describo la escena), ¿eres consciente de esa similitud?
Me di cuenta a toro pasado, un tiempo después… Este es uno de los escritores que leo y me gusta, pero nunca he pensado que me iba a influir, y luego he visto que sí, que quizá nos influyen los autores que leemos por más que no queramos recibir sus influencias…

¿Cuál es el cementerio que inspiró el de este relato?
Es Père-Lachaise, en París. Cuando di una vuelta y paseé por allí me quedé muy impresionada.

Se advierte en tu trabajo un interés por destacar esa capacidad del ser humano de contener el bien o el mal en tan sólo un gesto, a veces mojigato, o en un detalle.
Creo que empecé a sintonizar y armonizar con este tipo de matices que comentas gracias al cine. Con los thrillers de finales de la década de los 30, en los que las pequeñas cosas acaban teniendo mucha importancia. Por ejemplo, en una de estas películas, una mujer se da cuenta de que puede ser asesinada por su marido sólo con ver cómo está colocado el jarrón de flores. En la historia de Barba Azul, el marido le da una llave a su mujer pero le dice “y no abras esta puerta”, y tras la puerta están todas sus exmujeres asesinadas… Me interesa muchísimo la manera en que una casa o un hogar se convierten en algo muy grande, como una cueva llena de símbolos.

El señor Fox es una novela en la que abundan las voces narrativas. Se nota que te lo has pasado bien y que te gusta ir de una voz a otra, como una actriz con diferentes papeles y apariencias.
Absolutamente, esto es lo más divertido de todo. Me encanta disfrazarme a través de las voces, y además me gustan muchos estilos y muy distintos entre ellos. Creo que encontré la forma de rendir un homenaje a cada uno de ellos. Sin embargo, para impostar todas estas voces tan distintas es muy importante la disciplina y estar totalmente conectada con cada ambiente que generas. Pero sí, gracias a esas voces, he podido ser personajes muy diferentes a través de la novela.

En tu libro, la metamorfosis y la comunicación van de la mano.
Sí, es fundamental. Hombres y mujeres tienen que comprender las experiencias del otro y en este caso cada uno acaba personificado en el otro, alterando su personalidad. Los personajes se van transformando, pero en esta transformación se produce el acto comunicativo que permitirá que uno entienda al otro.

Al final del libro citas, entre otras, a Margaret Atwood, ¿de qué manera te ha influido?
Ella escribió un ensayo muy importante sobre la versión alemana del mito Fitcher’s Bird. Lo que dice el texto es que muchas veces la única vía para salvarte es la de salir del orden establecido de las cosas y entrar en la lógica del cuento de hadas. En la versión alemana sucede así y la mujer se transforma en pájaro, mentalmente, y eso a su vez hace que se transforme su apariencia física, que es la forma de escapar del mago.

Has hablado de surrealismo. Vives en Praga. Te interesan los cementerios, las metamorfosis. ¿Ha entrado Kafka en tu vida?
No, no en este sentido, no está en mi novela, no estaría de acuerdo con esta afirmación… No puedo reivindicarlo como fuente, y además no estoy segura de que sea ni siquiera un escritor muy de Praga. Pero quizá lo digo porque he intentado encontrar su tumba tres veces y no lo he logrado, tengo la sensación de que me rehúye… Todo el mundo me dice que cuando al final lo encuentre será muy importante para mí.

Hay una gran sensación de libertad en tu escritura.
Existe una relación tan personal con los libros que resulta liberadora. Los libros te liberan del resto de la sociedad. Mientras lees eres libre.

Pero también porque rompes normas y formas literarias.
A mí me gusta mucho la forma, la estructura clásica, de hecho me encantaría escribir novela clásica. Pero, en cierto modo, al romper las normas y saltarnos las formas establecidas de la novela podemos mostrar también la belleza de la forma original.

Cuando cuento los clásicos –Cenicienta, Blancanieves, La bella durmiente– cambio los finales, porque siempre acaban en boda y esto me subleva.
Tienes que cambiar también el principio, el punto de partida. Por eso me gustó Barba Azul, porque empieza ya con la boda… y luego, todo lo demás va de capa caída.


 SOBRE EL AUTOR


 BERTA ARESLicenciada en Periodismo (UPSA) y Máster en Estudios comparativos de Literatura, Arte y Pensamiento (UPF). Realizó estudios y una investigación de posgrado en Tel Aviv University (TAU), cuyas conclusiones se publicaron en la prestigiosa 'Qesher' (N. 24) que se edita en Tel Aviv y Nueva York. Trabaja en el campo de la comunicación cultural y la comunicación corporativa, y escribe su tesis doctoral, sobre Joseph Roth, en el Departamento de Humanidades de la UPF. Sus inquietudes literarias se inscriben en el campo de la memoria, el laicismo, la religión, la modernidad y Europa.

Gustavo Adolfo Chaves: “El peor peligro de un traductor es querer ser el autor"

Gustavo A. Chaves | Foto: Guillermo Barquero

Gustavo Adolfo Chaves es un joven escritor costarricense nacido en 1979, autor de un libro de cuentos titulado Cuentos etcétera y de un poemario, Vida ajena. Allí, en su país, ha ido cincelándose como un crítico osado y feroz, de esos que muerden los libros y escupen frases que no todos quisieran oír, allí, en un territorio acostumbrado a la atonía literaria y al todo vale. Tiene algo de irreverente, de muchacho travieso, de esos que cuando intentan separar el grano de la paja dicen esto es paja y esto es grano. Lo hace siempre con causas rebeldes y razonamientos atrevidos. Pero decir esto de Gustavo Adolfo Chaves es decir todavía poco. Aparte de sus estudios en Ciencias Políticas realizados en la Universidad de Costa Rica (UCR), cuenta con una maestría en literatura hispanoamericana por la Universidad de Massachussets-Amherst y estudios de doctorado en Literatura por la Universidad de Maryland. No es de extrañar entonces que a todo lo apuntado haya que sumarle su interés por la traducción, tema sobre el que gira esta entrevista. Ya en 2010 publicó en la editorial costarricense Germinal Fin del continente (antología mínima) de Robinson Jeffers; y ahora en España, en la colección “Jardín cerrado” de Libros del Aire, hace unos meses nos ha sorprendido con una edición bilingüe de Bailando en Odesa del ruso-estadunidense Ilyá Kamínsky, un poeta a no perder de vista.

¿Qué se pierde y/o se gana al pasar la obra de un autor de su idioma original a otro? ¿Pierde el libro original algo de su sustancia literaria por el camino?
La frase célebre respecto a esto es de Robert Frost: “La poesía es lo que se pierde en la traducción”. Yo prefiero una de Eliot Weinberger, traductor de Octavio Paz: “La poesía es lo que vale la pena traducir”. Y lo que vale la pena traducir es precisamente esa sustancia literaria. Si alguien lee un poema de Kamínsky en español y le suena a cuento corto o a artículo periodístico, entonces yo he fallado radicalmente. Pero si en cambio ese lector aún es capaz de percibir el funcionamiento de algo que asocia con la poesía, y que es mucho más que líneas cortadas, entonces la traducción está funcionando, al menos en ese primer nivel de reconocimiento literario.

Pero supongo que como traductor te encontrarás con retos insospechados…
Con esta traducción de Kamínsky yo pude, de hecho, restaurar algo que el mismo Kamínsky no pudo hacer en el poema original. Fue con el poema “Turista Americana” que, como dice el título, trata sobre una mujer extranjera que está de visita en Odesa. El hablante dice lo siguiente: “Dijo: «All that is musical in us is memory» / —pero yo no sabía inglés…” Yo dejé la frase de la turista en inglés en mi traducción porque es algo que el hablante, que habla ruso, no entiende; por eso dice “pero yo no sabía inglés”. Este momento de incomunicación se pierde al escribir el poema en inglés, porque obviamente lo que dice la turista está en el mismo idioma que el resto del poema. Como traductor, tuve la oportunidad de restituir ese elemento foráneo en el diálogo y mostrar más claramente la incomprensión del hablante. Ese es un caso concreto de un momento en el que la traducción es capaz de hacer lo que es imposible en el original.

Háblame de Kamínsky. ¿Quién es Ilyá Kamínsky y cómo lo descubriste? Yo, por ejemplo, te confieso que no tenía noticias sobre él ni su obra…
Kamínsky es un escritor nacido en 1977 en Odessa, en la antigua Unión Soviética. Emigró a Estados Unidos en su adolescencia y empezó a escribir en inglés. En el año 2005, ganó el premio Dorset, el premio Whiting y la beca Ruth Lillith, todos con Bailando en Odesa. Ese tipo de unanimidad es rara en Estados Unidos, y eso provocó que Kamínsky se convirtiera en una especie de estrella, dentro de lo que es posible considerar “estrella” en poesía en estas épocas. Cuando empecé a leerlo, yo vivía en Estados Unidos y no había tenido noticias de él. Un día me puse a ojear su libro en una librería y leí sus poemas sobre Brodsky, que me gustaron. Compré el libro y empecé a leerlo constantemente. Así empezó todo.

¿Dónde dirías que reside su “poder” poético, su singularidad?
Como escribí en el prólogo a mi traducción, lo que yo creo que hace a Kamínsky muy singular es esa rara mezcla de dos cosas que uno piensa que no van juntas: la poesía moderna (que es irónica, fragmentada y directa), y los cuentos de hadas (que son inesperados, míticos, y usan un lenguaje casi fuera del tiempo). Me da la impresión de que Kamínsky hace en poesía lo que Chagall hacía en pintura: retrata cosas y personas concretas, pero bajo una luz y en unas situaciones que hace que todo parezca fantástico, mágico. Kamínsky es un poeta que mezcla de una manera hipnótica las imágenes, las historias y los sonidos. Es bastante primitivo, en ese sentido, y al mismo tiempo es un poeta incontrovertiblemente contemporáneo.

¿Has mantenido contacto personal con él? Te lo pregunto por esa leyenda urbana que cataloga a los poetas como seres difíciles… ¿Qué le pareció tu iniciativa?
He estado en contacto con Ilyá desde el 2010, cuando traduje algunos poemas suyos para la revista mexicana Círculo de Poesía, y la verdad es que, además de un poeta excepcional, es una persona amabilísima, muy generosa con su tiempo y muy respetuosa del trabajo creativo de los demás. Él también es traductor, y creo que eso ha moldeado sus ideas e interacciones. A veces yo encontraba diferentes versiones de sus poemas y le preguntaba cuál debía seguir para la traducción, y él siempre me contestaba que escogiera la que a mí me pareciera mejor poesía y que funcionara mejor en español. Desde el principio Ilyá se mostró muy anuente a colaborar con el proyecto, y creo que los encargados de Libros del Aire tienen la misma opinión.

¿Qué te lleva a elegir una obra de un determinado poeta para traducirla? Los casos de Robinson Jeffers e Ilyá Kamínsky, por ejemplo.
Ambos poetas me apasionan, admiro sus trabajos y envidio sus talentos. Me cuesta pensar que podría realizar una traducción literaria si esas condiciones no se cumplen. Jeffers cayó en mis manos en un momento en que tenía preocupaciones existenciales parecidas a las de él, y mi intención era entender su mensaje para adaptarlo a mis circunstancias. De hecho, mi primer impulso fue buscar traducciones de él, y cuando me di cuenta de que no había muchas, lo único que me quedó fue traducirlo yo mismo. Con Kamínsky ya había madurado más como traductor y creí que los méritos literarios de su trabajo deberían ser más conocidos. Con Jeffers hubo una relación de aprendizaje; con Kamínsky la relación ha sido de carácter más divulgativo.

Desde tu experiencia y preparación académica, ¿da igual traducir del español al inglés que del inglés al español?
No, para nada. Hay un código ético, a veces tácito pero cada vez más frecuentemente explícito, que previene contra el intento de traducir literatura hacia un idioma que no sea el materno. El riesgo más evidente al traducir a un segundo o tercer idioma es confundir los registros: alguien dice algo de manera amanerada, casi snob, en el original, y el traductor pone eso en un registro coloquial o informal, o viceversa. Uno nota esos cambios y desniveles más fácilmente cuando lee algo en su idioma materno, pero frecuentemente permanece sordo a esas mismas instancias cuando suceden en otro idioma. La historia de las auto-traducciones que Joseph Brodsky hizo de sus poemas al inglés es emblemática en este sentido: con tal de mantener las rimas de sus poemas, Brodsky intercalaba registros filosóficos con frases que parecían salidas de canciones infantiles. El efecto fue cómico, y casi siempre iba en perjuicio de la seriedad de los poemas de Brodsky.

¿Cuál es el peor peligro de un traductor?
Querer ser el autor, pretender “naturalizar” algo que en esencia es foráneo, llenar los vacíos de sentido que él tiene como traductor pero que el autor ha dejado ahí muy a propósito.

¿Y su mayor recompensa? ¿Es un trabajo en alguna medida gratificante?
Hay una anécdota que se cuenta sobre Antonio Machado. No sé si es apócrifa, pero no importa. Se cuenta que Machado iba caminando por la calle y escuchó a alguien recitando uno de sus poemas en un bar, para gran contento de la gente. Entró y preguntó que de quién era ese poema, y alguien le respondió: “Ese poema no es de nadie; es del pueblo”, lo cual halagó mucho a Machado. De manera similar, para mí lo más gratificante de ser traductor pasa precisamente por esa invisibilidad: saber que hay gente que no lee inglés pero está convencida de haber leído a Robinson Jeffers o a Ilyá Kamínsky. Es decir, saber que un texto mío puede ser leído como el de uno de estos grandes autores que aprecio tanto.

¿Cuesta mucho convencer a un editor para conseguir la publicación de una traducción? ¿Qué pesa más, el nombre del autor, su importancia, que sea más o menos conocido, o el valor mismo del trabajo del traductor?
Siempre es difícil, claro, y la reputación de los autores pesa mucho, tanto como los géneros. Quizá sea más fácil convencer a alguien de publicar una traducción mediocre de Herta Müller, que es novelista y Premio Nobel, que una excelente traducción de Durs Grünbein, que es poeta y también tiene galardones. A mí me tomó muchos años interesar a una editorial en Jeffers. No es un nombre que mucha gente reconozca y falleció hace medio siglo. Sin embargo, creo que el principal problema con Jeffers es que fue mi aprendizaje como traductor y las diferentes versiones que mostré de él reflejaban aún muchas carencias de mi parte. Kamínsky es un autor joven, vivo, premiado y excelente, y eso hizo mucho más fácil encontrarle editorial; aunque también quisiera creer que la calidad de esa traducción es por mucho superior, y eso pudo haber favorecido al proyecto.

¿Es la traducción poética un caso aparte dentro del mundo genérico de la traducción?
He dado talleres de traducción literaria y ahora doy clases de traducción técnica, y lo que les digo a mis estudiantes es que “la forma” no es un término exclusivo de la poesía o la literatura. Si uno escribe partes policiales para el periódico y le salen como cuentos, o si escribe informes comerciales que suenan a divagaciones filosóficas, entonces no se está adhiriendo a la forma, no está haciendo bien su trabajo. Todas las instancias de comunicación humana involucran un lenguaje y unas técnicas concretas. La poesía es una más de esas instancias. Yo insisto en que los problemas de la traducción literaria son técnicos, no metafísicos.

Entonces, y desde tu punto de vista, ¿cuáles serían las dificultades propias, los retos más presentes en toda traducción literaria?
Lo que hace a la traducción literaria un oficio algo más complejo que otros tipos de traducción es que el traductor literario está inserto en una subjetividad ajena que debe develar y transmitir de alguna forma. La literatura es un campo abierto a todas las expresiones. Hay novelistas que han incluido documentos legales en sus trabajos, pero uno no se encuentra documentos legales que contengan divagaciones líricas o conjeturas epistemológicas. El hecho de que la literatura sea un campo abierto a todo tipo de expresión, obliga al traductor literario a ser un lector omnívoro con el fin de ser capaz de reconocer y reproducir todos estos modos y registros.

¿Hasta qué punto la traducción es al fin y al cabo un modo de creación? ¿Cuáles son tus creencias acerca de este asunto?
Últimamente he vuelto a hacer música, que es algo que no hacía desde la secundaria, y se me ha ocurrido que el trabajo de un traductor es algo así como el de un productor musical: el trabajo original (las canciones) no son tuyas, pero vos debés arreglarlas de manera que funcionen en un medio concreto, el estudio, que es muy distinto al de la interpretación en vivo. Esa diferencia no es muy distinta a la que hay entre un poema en idioma original y un poema mediado por la traducción: hay un trabajo de adaptación a un medio, y eso es lo que le corresponde hacer lo mismo al productor, o al arreglista, que al traductor. Por supuesto, bajo esa óptica, el traductor es un co-creador.

¿Tiene que haber afinidad entre el gusto literario del traductor y la obra que se propone traducir?
En mi caso, sí. No se trata de que el autor traducido escriba como yo, pero sí debe haber una apreciación honesta de la obra. El año pasado co-traduje junto a Andrea Mickus la novela Bitácora del SS. El Señora Unguentín, una novela extrañísima de un autor estadounidense casi desconocido, Stanley Crawford. Se trata de un libro que yo nunca pude haber traducido solo. La arbitrariedad gramatical, el estilo de registros mezclados y la absoluta falta de linealidad, que son las grandes virtudes del libro, eran cosas que a mí me costaron apreciar. Andrea se esforzó mucho para ayudarme a apreciar esos elementos y ver cómo funcionaban dentro de la novela, y así logramos traducirla juntos de una manera más adecuada. Sin ese trabajo de apreciación previo, yo hubiera convertido esa novela algo esperpéntica en un informe médico o algo así, sin relación alguna con la visión del original.

Por muy tosca que resulte la imagen y por muy increíble que pueda parecer, hay todavía mucha gente que se imagina a un traductor como alguien pegado a un diccionario… ¿Podrías mostrar cómo es el proceso interno de un traductor frente a una obra ajena hasta que se siente satisfecho con su trabajo realizado, con la conclusión del objetivo propuesto? ¿Siempre queda algo de insatisfacción en el traductor o llega un momento en que puede llegar a decir “lo he conseguido”?
Primero lo último: como autor que soy, además de traductor, puedo aventurarme a decir que el grado de satisfacción que siento con un texto no es diferente si se trata de traducciones o de textos propios. Siempre hay algún giro que uno habría querido captar, alguna rima interna o juego de palabras que uno habría querido mantener y que tiene que negociar; pero eso no es muy distinto a esos momentos en que como autor me enamoro de una frase y al final tengo que sacrificarla en una revisión posterior porque no aporta nada a la imagen, al tema, a la narración o al personaje. Esto es resultado de los procesos críticos e imaginativos del traductor. En la traducción de la novela de Stanley Crawford nos encontramos la frase “gummy little gap” para describir la hendidura de una ventana donde unos de los personajes deja una nota. Además del valor descriptivo de la frase, lo que la hace especial es su valor fonético, esa aliteración entre “gum-” y “gap”. La solución que encontramos fue una réplica del ritmo de la frase: gummy little gap / húmeda oquedad. Ahí está la aliteración de las “d” en español, y la frase también tiene el mismo valor silábico y rítmico del original. Ciertamente, no es una traducción literal, e incluso hay un cambio en el registro, pero la frase es más memorable, creo. Ese es el punto. El diccionario no te ayuda aquí. Lo que te ayuda es tu sagacidad como lector para adivinar estos juegos del autor original y tratar de buscar soluciones igualmente creativas y efectivas.

Por cierto, aparte de tu destacada faceta de traductor eres un joven escritor costarricense con su propia obra —tanto poética como narrativa— que formas parte de las últimas promociones de la literatura de ese país centroamericano. Así que aprovecho para conocer tus impresiones sobre el estado de salud de la literatura que se está escribiendo actualmente ahí, en Costa Rica…
Aunque acá tengo fama de Jeremías quejumbroso, la verdad es que el momento actual de la literatura costarricense me parece muy emocionante. El principal cambio que ha habido, creo, es la emergencia de editoriales independientes que están comprometidas con la publicación de obras actuales y el rescate de autores del pasado un tanto olvidados, pero ante todo con la edición de autores de otros países. El hecho de que haya autores foráneos presentes en el país con obras editadas aquí eleva inmediatamente el blasón y afecta a la percepción crítica de lo local, y creo que el efecto es para bien, pues la variedad creativa a la que poco a poco ha ido dando lugar este proceso es inédita en el medio.

¿Qué es lo que más echas de menos?
El gran reto que sigo percibiendo es en la crítica: todos la añoran, todos la buscan; pero cuando se vuelve contra ellos, todos la rechazan. Entender el papel de la crítica y sus posibilidades como generadora de discurso (no de canon) es un asunto vital en este momento.


 SOBRE EL AUTOR


 ANTONIO JIMÉNEZ PAZ (Islas Canarias, 1961), licenciado en Filosofía por la Universidad de La Laguna y Experto Universitario en Planificación y Gestión Cultural. Autor de los poemarios Los ciclos de la piel (Ed. La Palma, 1992); Tratado de ornitología (La Calle de La Costa, 1994)). Diario de la distancia (Huerga & Fierro, 1996) y Casi todo es mío (Baile del Sol, 2008). Ha participado en antologías y prologado libros. Su obra ha aparecido en diferentes revistas literarias y poéticas. También ejerce la crítica y publica reseñas literarias.
 
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